El sol apenas se asomaba por los ventanales altos del ala norte cuando Lady Violeta Lancaster se sentó en su tocador. Tenía las manos cruzadas sobre su regazo, apretadas, frías, inmóviles. Su respiración era pausada, pero solo porque se obligaba a mantenerla así. En su pecho, sin embargo, todo era un torbellino de emociones que no lograba comprender, y mucho menos dominar.
La noche anterior no había sido una simple guardia médica. No, no podía llamarla así. Emma —porque seguía siendo Emma atrapada en ese cuerpo aristocrático— lo sabía. Lo que había hecho por el príncipe Leonard de Theros iba más allá del deber, más allá de la lógica y de cualquier guion previsto en aquella maldita novela.
Recordó la tibieza de la tela entre sus dedos, mojada en agua fresca con un leve aroma a lavanda, mientras lo pasaba con cuidado sobre el pecho descubierto del príncipe. La fiebre lo hacía delirar, y su piel ardía como si estuviera ardiendo por dentro. Cada trazo de su mano sobre su torso firme y mar