La puerta crujió apenas cuando Lady Violeta colocó la mano sobre el pomo. Su corazón latía con fuerza. No por miedo, sino por rabia contenida. Por las palabras que había dejado atrás, clavadas como estacas en el pecho del príncipe. "Eres un príncipe cobarde." Las había dicho con la convicción de quien no temía las consecuencias, y sin embargo, algo en su pecho palpitaba con una fuerza dolorosa, como si sus propias palabras hubieran sido espadas de doble filo.
Cruzó el umbral, dispuesta a marcharse sin volver la vista atrás, cuando una silueta alta y elegante le bloqueó el paso. El perfume intenso a jazmines la precedió. Lady Arabella Devereux.
—Qué escena tan conmovedora —dijo Arabella, con una sonrisa helada dibujada en sus labios perfectamente pintados de carmesí—. El príncipe enfermo. La prometida abnegada. ¿O debería decir... la intrusa sentimental?
Violeta se detuvo. No retrocedió, no desvió la mirada. Solo levantó el mentón con esa altivez aprendida que Emma había dominado desde