El cielo del reino de Theros se abría esa mañana con un matiz plomizo, como si las nubes arrastraran el peso de tantas decisiones no dichas. El perfume de los jardines imperiales flotaba con suavidad en el aire, anunciando que la tormenta había cesado al fin. Las flores se sacudían el rocío como si también ellas despertaran de un sueño prolongado.
Lady Violeta Lancaster, tras varios días en reposo por su pie lastimado, finalmente se sintió con fuerzas para abandonar sus aposentos. El vendaje aún envolvía su tobillo, pero el dolor había disminuido, y con ayuda de una doncella se atrevió a cruzar el umbral de sus habitaciones. No tenía rumbo claro; deseaba simplemente caminar, respirar otro aire que no fuera el de la convalecencia, sentirse viva otra vez.
Cruzó un pasillo amplio adornado con tapices de héroes ancestrales y descendientes reales. El eco de sus pasos acompasados rebotaba en las columnas de mármol. Bajó lentamente hacia el ala oeste, donde los jardines interiores formaban u