La habitación estaba en penumbras. Solo la lámpara de la mesita de noche dejaba escapar una luz cálida que iluminaba los perfiles de Emma y Leonard. Afuera, la ciudad de Nueva York vibraba como siempre: autos pasando, luces de neón parpadeando, y un murmullo lejano que nunca dormía. Pero dentro de aquel apartamento, el tiempo parecía detenerse.
Emma estaba sentada en la cama con un par de libros apilados a un lado, algunos abiertos, otros con papeles marcando páginas importantes. Sus ojos brillaban, no de cansancio, sino de una emoción contenida que había guardado para ese instante. Leonard, recién duchado y con el cabello aún húmedo, se dejó caer a su lado, apoyando un brazo sobre las sábanas mientras la observaba en silencio.
—Has estado leyendo mucho últimamente —dijo él, arqueando una ceja con curiosidad.
Emma levantó la vista de las páginas, sus labios dibujaron una sonrisa tenue.
—Mucho más de lo que pensabas que podía leer, ¿verdad? —respondió en tono juguetón, aunque pronto su