Los aplausos resonaban con fuerza en el salón principal, vibrando entre las columnas doradas y las lámparas de cristal que derramaban un resplandor cálido sobre los invitados. Victoria de Siberia descendió con elegancia del escenario, su vestido color marfil ondeando a cada paso como si danzara con el aire mismo. Su sonrisa era impecable, de esas que conquistaban sin esfuerzo, pero detrás de la perfección de su rostro se ocultaba algo que nadie en aquel salón parecía percibir: una determinación insondable, forjada en secretos que aún no habían salido a la luz.
La orquesta comenzó a tocar. No fue una melodía cualquiera, sino aquella que alguna vez el príncipe Leonard solía escuchar en las noches, cuando se refugiaba en su balcón bajo las estrellas, creyendo que nadie lo veía. Un vals suave, con notas profundas que parecían hablar de recuerdos, de anhelos y de pérdidas.
Leonard, de pie junto a un grupo de diplomáticos, levantó la vista con brusquedad. Su respiración se entrecortó. Esa m