El sonido de los cubiertos sobre la loza me resultaba extrañamente reconfortante. Estaba sentada en la mesa de la cocina de la casa de mis padres, como si no hubiera pasado nada, como si fuera un domingo cualquiera y no el inicio de un torbellino que ni siquiera había terminado de comprender. Frente a mí, Ginebra hablaba sin parar mientras Mattia masticaba rápidamente, mirando alternativamente su plato y mi cara como si no supiera qué hacer primero, si comer o interrogarme.
—¿Entonces estuviste en otra ciudad? —preguntó Ginebra, los ojos abiertos como platos.
—Eso dijo papá —intervino Mattia—, que te habías ido a trabajar y que ahora estabas estudiando. Que por eso no podías venir.
Me quedé en silencio por un instante, con la cuchara a medio camino entre el plato y mi boca. Miré a mi madre, que nos observaba desde la cabecera de la mesa, en silencio, con una sonrisa tenue que no alcanzaba a iluminarle los ojos. Ahí lo supe. Lo entendí con esa certeza brutal que llega sin aviso: ella sa