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Capítulo 2-Una puerta abierta

—Claro que sí. ¿Dónde estás? —fue lo último que escuchó antes de que la llamada terminara entre lágrimas.

David no dudó. Apenas Elizabeth le envió su ubicación, respondió con un “Okay. Llegó en unos minutos” Ese mensaje, tan sencillo, le devolvió el aliento

Tomó aire profundamente, como si eso pudiera darle el valor que sentía que no tenía. Cuando bajó las escaleras, Adrián estaba en el sofá, dormido con el televisor encendido. El control remoto a medio caer y una botella vacía en la mesa eran testigos del tipo de hombre que era: alguien que solo estaba cuando le convenía. Elizabeth se detuvo unos segundos. Pensó en dejarle una nota. Algo como “No te preocupes, estaré bien”. Pero la verdad era que él nunca se había preocupado. Ni por ella. Ni por el bebé. Ni por nadie que no fuera él mismo.

Sin hacer ruido, salió por la puerta con su maleta arrastrándose detrás como un recordatorio de que empezaba de cero.

Horas más tarde, bajo un cielo encapotado, Elizabeth descendió del auto de David. Frente a ella, la casa de David se alzaba como un refugio en medio del caos. No era la más grande ni la más moderna, pero irradiaba una calidez distinta. Tal vez eran las luces encendidas, o la maceta descuidada en la entrada. Tal vez era simplemente saber que alguien la estaba esperando.

David le abrió la verja sin pensarlo demasiado. Su maleta chirrió contra la grava mojada del camino.

—Estás empapada —fue lo primero que dijo, abriéndole paso con un gesto torpe, como si no supiera si debía abrazarla o dejarla respirar.

Elizabeth asintió apenas. Entró.

La casa olía a café y a incienso suave. Había libros apilados por todos lados, una guitarra recostada en un rincón, y una manta doblada sobre el sofá. Todo era distinto a la casa que acababa de dejar. Menos rígido. Más humano.

—¿Quieres cambiarte? —preguntó él, con voz baja—. Tengo algo seco que puedes usar.

Ella no contestó. Solo lo miró, con los ojos húmedos. No sabía por dónde empezar. No quería contarle todo, pero tampoco sabía callar.

—Te prepararé algo caliente —dijo David, interpretando su silencio como agotamiento. Fue a la cocina.

Elizabeth se sentó en el sofá. No se quitó el abrigo. Dejó la maleta junto a sus pies. Por un momento, el silencio la envolvió como una manta. Era un silencio distinto al que la atormentaba con Adrián. Este no dolía. Este sanaba.

Y entonces, sin quererlo, lloró.

David no preguntó nada. La ayudó con la maleta, le ofreció agua, la guió a una habitación que olía a lavanda y la dejó descansar. Más tarde, le preparó sopa. Ninguna palabra forzada. Ninguna mirada de juicio. Solo presencia.

—Gracias por no decir nada —susurró Elizabeth mientras sostenía la cuchara.

—Gracias a ti por volver —respondió él.

Esa noche, Elizabeth no podía dormir. Se levantó y caminó por el pasillo. La casa estaba igual, pero distinta. Entró a la sala y notó algo que la hizo detenerse.

Una foto.

Era un portarretrato sencillo sobre una repisa. En la imagen, David estaba abrazado con otra persona. Elizabeth se acercó para verlo mejor y sintió que el corazón se le detenía por un segundo.

Liam.

El rostro de Liam, el hermano mayor de David. Su primer amor. Su primer infierno.

Recordó cómo la había conquistado con dulzura, cómo la envolvió en palabras bonitas, cómo la fue aislando poco a poco, haciéndole creer que nadie más la querría. Y luego… cómo se convirtió en alguien frío, controlador, manipulador. Cómo cruzó todos los límites. Cómo la hizo sentir que era su culpa.

Y ahora, aquí estaba. En una foto, en la casa de David. Como si no fuera el mismo hombre que le había arrebatado la dignidad.

Elizabeth retrocedió un paso. La garganta se le cerró. ¿David sabía todo? ¿Sabía que su hermano la destruyó emocionalmente? ¿Sabía que estaba embarazada porque, en parte, nunca logró sanar esa herida?

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