El golpe vino como un latigazo de metal contra piedra. El mundo tembló, las luces parpadearon una última vez y el edificio cedió.

Livia no alcanzó a gritar.

El impacto la mantuvo contra el suelo, un torbellino de polvo le llenó la boca y los ojos, y cuando intentó moverse, algo pesado, una viga, tal vez, ya comprimía su cintura hasta casi partirla en dos. El aire le salió en un jadeo roto.

Oscuridad.

Silencio.

Luego, el retumbar distante de más estructuras desplomándose.

Livia intentó mover las piernas. Un latigazo de dolor la obligó a morderse el labio hasta sentir sangre.

—Mierda… —susurró con voz rasposa.

El polvo era tan espeso que se sentía como si estuviera tragando tierra seca. Tosió, cada sacudida un recordatorio de que sus costillas no estaban en buen estado. Extendió el brazo libre y palpó a ciegas. Solo encontró concreto frío y fragmentos de metal.

Estaba sola, o eso creyó.

—¡Isela! —fue un sonido amortiguado, casi engullido por los escombros.

El corazón de Livia brincó.

—¡