Mayo 14, 2026.
El aire de la universidad de Bellanova estaba impregnado de esa mezcla inconfundible de fotocopias, café barato y conversaciones que nunca se apagaban del todo. Isela Castaner caminaba por los pasillos con la mochila colgada al hombro, cargando esa sensación familiar de expectación y un leve nerviosismo que siempre la perseguía.
A sus veinticinco años, estaba comenzando su tercera carrera universitaria, buscando su rumbo después de tantos cambios.
De medicina, se trasladó a administración, y de administración se trasladó finalmente a periodismo. Nada parecía satisfacerla del todo, siempre tenía esa sensación de que algo faltaba, como si una pieza importante de su identidad estuviera escondida en algún lugar al que aún no podía acceder.
Ya habían pasado dos meses de clases, pero la ansiedad y la sensación de inquietud no pensaban desaparecer; al contrario, parecían multiplicarse con cada nuevo día.
Al entrar al aula, notó el murmullo inquieto de los estudiantes, y ella no comprendió lo que estaba sucediendo al principio. La coordinación de la universidad había anunciado que habría un reemplazo por la renuncia inesperada del profesor titular de la materia de comunicación oral y escrita. Tomó asiento junto a sus amigas en lo que las cosas se asentaban.
Hablaban de temas triviales mientras esperaban que la clase comenzara. Comentaban sobre la ropa de los compañeros, sobre quién había sido visto en la cafetería el día anterior, sobre los exámenes que se aproximaban y cómo nadie parecía estar preparado. Isela asentía, pero su atención estaba parcialmente en el aula, esperando a que apareciera el nuevo profesor.
Hasta que de un segundo al otro, vio al nuevo docente titular. Entró con paso seguro, con una postura erguida pero relajada, y recorrió el aula con la mirada.
No era guapo de manera convencional, pero había algo en su presencia que hizo que el corazón de Isela se detuviera un instante. Su cabello oscuro estaba impecable, y su mirada profunda recorría el aula como si pudiera leer cada pensamiento, sin enfocarse en nadie en particular. La forma en que acomodaba los apuntes sobre el escritorio, ajustaba la camisa o caminaba entre las mesas parecía calculada, aunque sabía que no lo era.
—Buenos días a todos, mi nombre es Damian Fontanela y seré el docente titular por lo que quede del semestre—Anunció en tono firme y con la voz gruesa, haciendo que todos permanecieran callados—. Revisé la malla curricular así que tengo una idea bastante clara acerca de en dónde estamos parados, y como podremos seguir con la materia.
Isela quedó congelada en su asiento; la presencia de aquel hombre era pesada, pero no de la mala manera, sino que de aquella manera en la que no te queda de otra más que sentarte a escuchar lo que sea que quiera decir.
Livia Estévez, una de sus mejores amigas, se inclinó hacia Isela con una sonrisa cómplice.
— ¿Ya lo viste? —susurró—. Ahora tengo motivación para venir a clases.
Selena Ferranza, sentada al otro lado, soltó una risita baja y juguetona.
—Ni lo disimulas, Isela —dijo—. Deja de ser tan obvia.
Isela rodó los ojos, aunque un rubor subió a sus mejillas, y sentía el rostro caliente. Intentó concentrarse en sus apuntes una vez comenzada la clase, pero cada gesto de Damian parecía tener un significado oculto.
Cada vez que levantaba la vista, sentía que él la observaba, aunque no estaba segura. Esos segundos bastaban para que su corazón latiera más rápido. No se lo veía mayor, máximo alcanzaba los treinta años.
El hombre habló con calma y precisión, sus gestos medidos y seguros. Cada movimiento de sus manos, cada inclinación de cabeza, parecía cargado de una autoridad silenciosa que Isela no podía ignorar. Aunque no dirigía su atención hacia ella, la sensación de ser observada se instaló en su pecho como un pequeño fuego que no podía apagar.
Mientras tomaba apuntes, pudo darse cuenta de que había escrito la misma palabra tres veces de seguido.
Observaba cómo Damian pasaba las páginas de sus apuntes con delicadeza mientras explicaba los puntos claves del día, cómo la luz del sol que entraba por la ventana resaltaba el color oscuro de su cabello, cómo su perfume amaderado parecía flotar a través del salón.
Cuando la clase terminó, la mayoría salió con prisa, ansiosos de liberarse de la rutina académica. Isela se quedó unos segundos más, organizando sus apuntes, que eran más garabatos que otra cosa, lentamente, inconscientemente prolongando los momentos en los que todavía podía percibir su presencia. Sus ojos se cruzaron por un instante, breve pero suficiente para que su corazón latiera con fuerza, dejando un recuerdo que se repetía en su mente mientras caminaba hacia la puerta.
Fuera del aula, Livia la esperaba con los brazos cruzados y una sonrisa burlona.
—Te quedaste de más, ¿no? —comentó, leyendo sus gestos como un libro abierto.
—Estaba guardando unas cosas —respondió Isela, aunque la excusa sonó débil.
Selena la tomó del brazo y lanzó una carcajada.
—No tienes que explicarte. Ya vimos cómo lo mirabas, y no estamos en la secundaria, no tiene nada de malo.
Isela suspiró. No era amor ni deseo convencional; era tensión pura, atracción contenida, un juego invisible que solo ella percibía. Cada gesto de Damian parecía tener un significado oculto, aunque seguramente no lo tenía. Hasta llegó a preguntarse si era su mente inventando señales donde no existían, pero eso no hacía que la sensación fuera menos real.
Los días pasaban con prisa, pero Isela no podía sacarse la idea de aquel hombre de su mente, y lentamente iba aburriendo a sus amigas con el tema.
A veces, mientras caminaba por los pasillos, se sorprendía pensando en detalles diminutos: la forma en que sus dedos rozaban el bolígrafo, cómo se inclinaba sobre la pizarra, incluso la manera en que levantaba las cejas al escuchar a un estudiante. Cada gesto se convertía en un mundo de posibilidades, y la ansiedad de esperar algo más la mantenía alerta.
Un miércoles, mientras doblaba la esquina hacia la biblioteca, vio a Damian salir de un aula contigua. Sus miradas se cruzaron de nuevo, y esta vez hubo un instante más largo, cargado de algo que Isela no podía ignorar.
Sintió un temblor recorrer su pecho y supo, con certeza, que algo había empezado. Como un juego silencioso que no tenía reglas claras, pero que prometía cambiar la rutina de su vida, para bien o para mal.
—Te volverás loca —le dijo Selena un día, mientras caminaban por el pasillo—. No puedes pensar en otra cosa.
—No es eso —intentó responder Isela, pero su voz delataba el rubor que subía a sus mejillas.
Selena la observó de manera sarcástica
—Si no haces algo tú, lo hago yo —bromeó Livia.
Selena, más controlada, soltó un comentario que era más verdad que mentira
—Cuidado, Isela. A veces lo que empieza como un juego, termina con una orden de restricción.
Isela asintió, aunque en su interior la advertencia era un combustible más que un freno. Cada instante cerca de él, cada cruce de mirada, se convertía en un descubrimiento silencioso. La obsesión era un camino fácil para Isela, y esta no era la excepción.
Se limitó a sonreír débilmente. Sabía que sus amigas tenían razón, pero también sabía que no podía escapar de la atracción que sentía. Era un descubrimiento silencioso que encendía algo en su interior, un fuego que crecía con cada mirada, cada gesto, cada palabra medida de Damian.
La universidad, que antes parecía un lugar seguro y rutinario, se había transformado en un espacio de expectativas y tensión constante. Cada aula, cada pasillo, cada instante compartido, por mínimo que fuera, estaba impregnado de un magnetismo silencioso que Isela no podía evitar.
Ese primer encuentro, aparentemente común, no estaba marcado por palabras audaces ni gestos dramáticos. Todo sucedió en el silencio de las miradas, en los pequeños detalles que parecían carecer de importancia para cualquier otra persona.
Para ella, era el inicio de todo, un hilo que la unía a Damian sin que él siquiera lo supiera. Y si Isela hubiera sabido lo que vendría después, tal vez habría mirado hacia otro lado. Pero la verdad es que el primer paso hacia Damian también era el primero hacia su propia perdición.