La tarde neoyorquina caía sobre los ventanales de la editorial, tiñendo de oro y carmesí las oficinas que, hasta hacía unos minutos, habían sido escenario de un inesperado terremoto. Emma Valmont había salido con paso firme, su silueta elegante perdiéndose entre el murmullo de las secretarias y el golpeteo de los teclados. Había dejado tras de sí un vacío, una renuncia incomprensible para todos. Pero no para una sola persona: Victoria de Siberia, quien en realidad era Lady Violeta Lancaster, oculta tras su disfraz terrenal.
Ella permanecía quieta en el pasillo, apoyada en una de las columnas de mármol, observando con sus ojos oscuros cómo Emma se alejaba. El leve temblor de sus manos revelaba lo que su rostro trataba de ocultar: ira, frustración, miedo.
—¿Motivos personales? —murmuró con sorna, recordando las palabras de Emma—. ¿De verdad crees que puedes huir, pequeña intrusa?
El eco de su voz se perdió en el vacío del corredor, pero dentro de su pecho rugía un incendio imposible de