Capítulo 32. La ciudad
El golpe había sido más fuerte de lo que parecía, y aunque ella aún respiraba, su piel estaba helada, y una fina línea de sangre le corría por la sien.
—¡Que alguien traiga al sanador de vuelta! —rugió, su voz resonando como un trueno por los pasillos de piedra del castillo.
Dos Omegas salieron corriendo, mientras Devon revisaba con cuidado a Alina sobre la cama. Las velas parpadeaban a su alrededor, y por un momento, él sintió que el tiempo se detenía. Se arrodilló junto a ella, le tomó la mano, y la apretó contra su pecho.
—Aguanta —susurró, bajando la cabeza—. No te atrevas a dejarme ahora.
Ella estaba cada vez más fría y eso helaba su alma. Minutos después, el viejo curandero entró, encorvado, esta vez con un morral lleno de hierbas, vendas y frascos de cristal. Murmuró una plegaria antigua en voz baja y se acercó al lecho, evaluando las heridas de Alina una vez más con dedos temblorosos. Devon se apartó, cruzado de brazos, el ceño fruncido.
El viejo sanador de la manada colocó nu