El amanecer trajo consigo un silencio extraño, casi doloroso. Las primeras luces apenas se deslizaban entre las telas gruesas de la tienda cuando Alina abrió los ojos. Había dormido poco o nada. Su cuerpo estaba cansado, pero su mente no había dejado de trabajar en toda la noche. Los nervios, el miedo, la incertidumbre… todo se mezclaba dentro de ella como un veneno lento.
Ese día debía ser especial. Según la costumbre de la manada Blacknight, era tradición que, tras el matrimonio, el Alfa condujera a su esposa por el corazón del territorio, la presentara oficialmente a su familia y a su gente. Era un ritual simbólico. De pertenencia. De aceptación.
Pero Devon no apareció.
Horas antes, las sirvientas la habían despertado con respeto. La ayudaron a bañarse con agua tibia, perfumada con hierbas. Le secaron el cabello con cuidado, trenzándolo según las costumbres del lugar. Le ofrecieron un vestido ceremonial, de telas gruesas y bordados en hilo plateado que representaban la paz y la unión de los linajes.
Alina había aceptado todo sin oponerse. Aunque cada gesto, cada prenda, le pesaba como una cadena.
Esperó. Sentada, de pie, caminando en círculos. Preguntó dos veces si alguien sabía del Alfa. Recibió silencio como respuesta.
Finalmente, la puerta de la habitación se abrió y Soriana entró.
—No te molestes más en esperarlo —dijo, sin siquiera mirarla—. Devon partió al amanecer con sus tropas. Fue a atacar asentamientos en los límites, donde otras manadas amenazan con infiltrarse.
Alina se irguió con sorpresa.
—¿No… va a venir?
Soriana alzó una ceja, y en sus ojos había algo frío. Algo que dolía más que las palabras.
—No lo esperes como un esposo. No te equivoques, princesa. Él no te eligió. Fuiste una transacción. Una obligación. No traerás nada bueno con tu presencia. Solo dolor. Solo recuerdos de una pesadilla que aún sangra.
Alina bajó la mirada. Su pecho se contrajo.
—No quiero discutir —murmuró, más para sí misma que para Soriana—. No ahora.
—Claro que no —respondió ella con desdén, girándose hacia la salida—. Porque sabes que no hay nada que puedas decir. No perteneces aquí. Ni a él. Ni a nosotros. Eres una hija del enemigo. Y los pecadores no son bienvenidos.
La puerta se cerró tras ella, dejando la habitación en penumbra otra vez.
Alina se quedó sola, rodeada del perfume de las flores que adornaban su lecho nupcial, el mismo que no había sido tocado. El mismo que debía simbolizar el inicio de una vida compartida. De un destino compartido.
Pero no hubo caricias, ni promesas, ni siquiera una mirada.
Devon no solo había partido. Había huido.
Durante el resto del día, Alina intentó mantener la compostura. Pero cada paso por el castillo le devolvía murmullos, miradas torcidas, susurros cargados de juicio.
"Es la hija del enemigo."
"Su esposo la abandonó en su propia noche de bodas."
"¿No dicen que su hermana fue la que debía casarse y huyó?"
"Debe esconder algo. Nadie carga con tanta vergüenza por nada."
Cada palabra no dicha le calaba en los huesos. Sus sirvientas la trataban con respeto, pero sin cercanía. Sabía que ninguna de ellas se atrevía a decir lo que realmente pensaba. Ni siquiera su doncella personal con la que más confianza tenía, Lira. Se sentía una pieza decorativa. Una extranjera. Una carga.
Y peor aún: se sentía invisible.
Nada de lo que vivía se parecía al futuro que alguna vez había imaginado. Ni remotamente. Había soñado con un compañero fuerte pero amable, alguien que la protegiera sin convertirla en propiedad. Alguien que la hiciera sentir querida, valiente, segura. Había imaginado que, quizás, Devon algún día sería ese hombre. Que la oscuridad en su mirada no impediría que su alma encontrara luz.
Pero ese hombre no existía. No para ella.
Devon era un Alfa que arrastraba los fantasmas del pasado, y su sombra era demasiado grande como para que el amor pudiera florecer allí.
Nada era como había soñado.
Ni su vestido blanco, ni los estandartes de paz, ni la ceremonia silenciosa donde ofreció su vida para salvar a su gente.
Ni siquiera el recuerdo de Joseph, su amor de infancia, le traía consuelo ahora. Él había sido calidez, dulzura, promesas en voz baja junto al río. Pero también había sido una historia que se quedó en el camino, aplastada por la política y la sangre. Y aunque alguna vez pensó que nada podría doler más que perder a Joseph, ahora entendía que lo peor no era perder a quien uno ama... sino ser entregada a alguien que no puede siquiera mirarte a los ojos.
Esa noche, Alina no cenó. No habló. No lloró. Solo pensó.
En su familia.
En su hermana gemela, Marianne, que quizás en ese mismo instante corría libre por los valles, huyendo de un destino que le correspondía. Tal vez se ocultaba en una cueva, o se mezclaba con otros, usando un nombre falso. ¿La estarían buscando?
En su hermano menor, con sus ojos grandes y su corazón demasiado noble. ¿Seguiría llorando su partida?
En su abuelo, con las manos temblorosas y la voz siempre firme.
En su padre, cuya mirada rota la había despedido con un nudo en la garganta.
¿Estarán bien? ¿Sabrán que no fui recibida? ¿Que él se fue sin mirarme? ¿Que mi presencia aquí es un sacrificio que nadie quiere?
El viento se coló por la abertura de la tienda, apagando una de las lámparas. Afuera, los lobos aullaban en la distancia. No por ella. No por bienvenida. Sino por guerra.
Alina se sentó en el borde del lecho y se abrazó las piernas. Respiró hondo. No tenía lágrimas que derramar. No esa noche.
Porque comprendía algo que nadie le había dicho con palabras: en ese lugar, su mayor enemigo no era Devon. Era el olvido.
Y debía encontrar la forma de no desaparecer dentro de él.