Rafael narrando
Hace una semana, Flávia parecía estar mucho más distante de mí. Lo notaba en la forma en que evitaba mis ojos durante el desayuno, en las respuestas cortas a las preguntas sobre su día, en el silencio que ocupaba el espacio entre nosotros en la cama. Aunque no me negaba su cuerpo, parecía negarme sus pensamientos, y eso me asustaba mucho más que la amenaza que nos rondaba. Sabía que era culpa mía. Collins y yo habíamos descubierto cosas en el bar de la zona este —cosas que harían temblar incluso a los skinheads de Deividson—, pero la mantuve en la oscuridad. Para protegerla, me repetía a mí mismo, mientras ella giraba la cabeza cada vez que intentaba tocarla.
Ella también parecía querer decir algo. Abría la boca, dudaba y luego la cerraba con un suspiro. A veces tomaba el teléfono y escribía mensajes que nunca enviaba. Otras veces, se quedaba parada en el balcón, mirando el anillo en su dedo como si fuera una sentencia.
Pero ese día pasó algo que dejó a mi pequeña hada