Flávia narrando
En aquel momento, mientras nuestras respiraciones se mezclaban con la suave brisa que entraba por la ventana, observé los ojos ámbar de Rafael a través del espejo. Él los posó sobre los míos, mirándome con un hambre intensa. Entonces sus manos apretaron mi cintura, girándome de frente hacia él. Sus iris estaban totalmente oscurecidos y brillaban con una mezcla de furia y deseo, como si aún procesara los celos de la fiesta. Sin aviso, sus palmas encontraron mis nalgas en una palmada firme, pero calculada: dolorosa lo suficiente para hacer arder mi cuerpo, suave lo bastante para no herirme.
—Eres mía —rugió, y yo no tuve tiempo de concordar.
Me llevó hasta la cama con una urgencia que me dejó sin aire, sus labios sellando los míos en un beso que era casi un castigo. Cada movimiento suyo era contradictorio: las manos ásperas que atrapaban mis muñecas por encima de la cabeza, pero cuyos dedos después deslizaban por mi brazo como una disculpa; los dientes que mordían mi lab