Ella intentó detenerlo, pero su fuerza la superaba.
—¿Qué haces, Demetrius?
Sus ojos estaban oscurecidos, mirándola profundamente.
—Quiero que seas mía, de nuevo, como esa noche.
Marina sintió que un rubor carmesí cubrió su rostro, negó.
—No, tú tienes a Sylvia, ahora.
Él siseó entre sus labios.
—No comiences con tonterías, quítate el vestido, te necesito, te deseo… —su voz era tan ronca y sensual, que se sintió bajo un hechizo del cual no podía huir.
—¿Y si no lo hago que harás? ¿Me enviarás a la cárcel? ¿Me alejarás de mis hijas? —preguntó asustada, temblorosa
—¿Tú qué crees?
Marina miró sus ojos, retrocedió, se sintió un pequeño cordero ante un león hambriento.
Decidió que se entregaría a su voluntad, que no tenía más fuerzas para luchar, solo quería esta cerca de sus hijas, tener un poco de paz.
Se giró y comenzó a desabotonar su vestido, hasta hacerlo caer al suelo.
La mirada de Demetrius la devoraba con lujuria, cegado por el deseo y sus impulsos, que hacían latir y