Carmen estaba en su estudio, sentada frente al escritorio de madera oscura, revisando una pila de papeles con cuidado.
La música clásica sonaba suave de fondo, un concierto de piano que ayudaba a concentrarse.
Era una tarde tranquila en su casa amplia, con el sol filtrándose apenas por las cortinas gruesas. De repente, la puerta se abrió de golpe, rompiendo la paz. Abel entró sin llamar, con el rostro tenso y los ojos llenos de rencor. Aún llevaba el traje de la mañana, ahora arrugado, como si el enojo de ver a Amanda del brazo de Eric lo hubiera marcado.
Carmen levantó la vista, dejando el lápiz sobre la mesa.
—¿Firmaste el divorcio? —preguntó, con voz calmada pero expectante.
Abel se detuvo en el centro de la habitación, cruzando los brazos.
—No voy a dárselo —respondió con frialdad—. No puedo. Amanda va a volver conmigo.
Carmen se levantó bruscamente, con la silla raspando el piso.
—¿Estás enfermo? —exclamó, alzando la voz—. ¿Tú sabes lo que dices? ¡¿Pero de qué demonios estás habl