No pudimos casarnos al día siguiente como yo quería; tuvimos que esperar dos días.
Las llamadas a su teléfono eran constantes, y muchas veces lo veía enfurecerse por lo que le decían.
—Son una balsa de inútiles— rugió, furioso.
Me sentía culpable. Por mis caprichos, él estaba pasando un mal rato.
—Ven aquí— su voz sonaba áspera, salvaje, como siempre que estaba estresado.
Suspiró contra mi cuello, su aliento cálido provocándome cosquillas.
—Lo siento... De verdad, te he retrasado demasiado—
—No me importa, con tal de que seas mi esposa—
Me besó varias veces, y me dejé llevar.
Más tarde fuimos de compras. Mientras él esperaba sentado, me aseguré de que no viera el vestido. Justo cuando salía del vestidor, escuché a una mujer coquetearle descaradamente.
—Déjame adivinar de qué país eres... ¿Ruso?—
—Sí, soy ruso—
—Siempre quise un hombre ruso... Sabes, yo no soy celosa. ¿Me das tu número?—
—¿Y mi puño en tu cara no quisieras, regalada?—espeté, furiosa
Leo se puso de pie de