30. Misterio revelado
El coche que conducía Alan circulaba a gran velocidad, atravesando las calles de la ciudad que empezaban a congestionarse por la tarde.
El aire caliente entró por la ventana abierta, pero no lo calmó en lo más mínimo.
Dentro de su pecho, la ira ardía como un fuego que no podía apagarse. El hombre parecía tener siete vidas, sin importar las señales de tránsito, sin importar las furiosas bocinas de otros conductores que se vieron obligados a esquivar mientras su lujoso auto negro pasaba a toda velocidad sin piedad.
En el camino, su rostro se reflejó vagamente en el espejo retrovisor: la frente arrugada, los ojos entrecerrados bruscamente, la mandíbula apretada como si mordiera un dolor invisible.
Sólo tenía un pensamiento: Aldo. La persona en la que había confiado incondicionalmente. Pero ahora, la sombra de la sospecha rondaba por su mente como un fantasma que no podía ser expulsado.
Al llegar a la clínica de Aldo, Alan estacionó su auto al azar: las ruedas delanteras estaban en la ace