Los días en Elyndor vuelven a su cauce con la serenidad que solo el paso del tiempo puede otorgar después de una guerra. Las reuniones, los decretos y las decisiones de Estado vuelven a llenar la agenda del rey y de la reina, pero en el corazón de Eleonora ha comenzado a formarse una inquietud que no puede ignorar por más tiempo.Han pasado casi dos años desde su matrimonio con Alejandro. Dos años de caricias nocturnas, de cercanía entre sábanas y de entregas sinceras. Dos años sin evitar, de ningún modo, que la vida florezca en su vientre... y sin embargo, no hay señal alguna de embarazo. La ausencia, al principio imperceptible, ahora le pesa. No hay enfermedad visible, no hay síntomas, no hay sangre que se retrase más de lo habitual. Solo el vacío.Esa mañana, con el alba apenas tocando los ventanales de su alcoba, Eleonora baja hasta el jardín interior donde Brígida cuida de sus plantas curativas. La mujer, encorvada pero firme, la recibe con una mirada de cariño. No necesita habla
Amanecen los días con una claridad distinta. Hay algo en el aire, una ligereza que Eleonora no sentía desde hacía mucho. No sabe si es la victoria reciente, la paz momentánea o la conversación que tuvo con Brígida, pero su pecho ya no se siente tan oprimido. Aun así, la inquietud no la ha abandonado del todo. Es como si la tierra bajo sus pies hubiese cambiado, como si la realidad hubiese girado de forma sutil, pero definitiva.Desde aquella noche, Eleonora ha cumplido al pie de la letra cada recomendación de Brígida. Durante el amanecer, antes incluso de que el palacio despierte por completo, sale al jardín para enterrar un pequeño cuenco con tierra y una gota de su sangre. Brígida le explicó que es un acto simbólico, una manera de sanar la memoria ancestral de su linaje femenino, de reconciliarse con las madres y las hijas que la precedieron, muchas de las cuales vivieron en silencio, dolor y resignación. Lo hace con respeto, con devoción. Con el corazón.Brígida también le ha prepa
La mañana se presenta nublada, como si el cielo mismo compartiera el peso del mensaje que está por llegar. Eleonora se encuentra en los jardines del palacio, podando las rosas que han comenzado a marchitarse con la llegada del otoño. El crujido leve de las hojas bajo sus pies la mantiene conectada al presente, pero su mente viaja, inquieta, sin razón aparente. No pasa mucho tiempo antes de que una doncella se le acerque con expresión contenida y mirada baja.—Su Majestad —dice la joven con voz suave—. Lamento interrumpirla, pero acaba de llegar un mensaje urgente para usted desde su casa paterna.Eleonora la observa en silencio por un instante. Sabe, antes incluso de que la doncella se lo entregue, que se trata de su madrastra. Toma el pergamino, lo desenrolla con cuidado, y comienza a leer. Sus dedos tiemblan ligeramente. Las palabras son pocas, frías en su objetividad: "Lady Celia ha fallecido en la madrugada. Su cuerpo espera los ritos de despedida."No hay detalles. No hay adornos
La muerte de su madrastra aún flota como un susurro entre las estancias del palacio. Aunque Eleonora ha logrado soltar el peso de aquel pasado, el duelo aún la acompaña en el silencio de la noche, en el crujir de la madera al caminar, en los días que parecen más lentos de lo habitual. Pero la vida tiene sus propios designios. Y, a veces, cuando menos lo esperan, los ciclos se cierran con una promesa de luz.Una mañana cualquiera, Eleonora se despierta con un cansancio extraño. No es abatimiento por la pérdida reciente, ni siquiera la melancolía que le ha rondado. Es algo diferente. Más físico. Su cuerpo, por lo general ágil y dispuesto, se siente más pesado. La boca le sabe metálica. El olor del té de hierbas le revuelve el estómago y el aroma del pan recién horneado, que siempre le ha encantado, la obliga a cubrirse la nariz.Al principio no le da importancia. Se lo atribuye a los días difíciles que ha vivido. Pero pasan las horas, y cuando sube las escaleras de la biblioteca siente
El embarazo de Eleonora no solo transforma su cuerpo, sino que convierte al reino entero en una extensión de su corazón palpitante. La noticia ha encendido una llama de esperanza en cada rincón de Elyndor, y ese calor alcanza a todos: desde los salones del palacio hasta los campos dorados donde los campesinos cosechan el trigo. La reina espera un hijo, y con él, un futuro.Desde el anuncio, Alejandro se convierte en un hombre nuevo. Siempre fue protector, pero ahora lo es con una devoción casi sagrada. Ya no delega asuntos que antes consideraba importantes. No. Se asegura de estar presente en cada momento, cada antojo, cada sobresalto o sonrisa de Eleonora. Se levanta con ella por las mañanas y no se acuesta hasta que ella duerme tranquila. Él mismo organiza sus comidas, se asegura de que coma a sus horas y que cada platillo tenga lo que Brígida sugiere para nutrir el cuerpo y el alma.—Este hijo será fuerte, como tú —le dice Alejandro una tarde, mientras la ayuda a bajar lentamente d
El sol aún no se ha elevado del todo cuando las campanas comienzan a sonar.Un eco suave primero, como un susurro que despierta al reino con delicadeza. Luego, un repique creciente que se derrama por los campos, las plazas, los caminos, los corazones. Hoy no es un día cualquiera. Hoy es el día en que el heredero de Elyndor será presentado ante el pueblo. El hijo de Eleonora y Alejandro. El hijo del amor, del destino cumplido.El palacio se viste de blanco y oro. Las telas cuelgan desde las torres como cascadas de luz. Flores frescas inundan los pasillos, los balcones, los peinados de las mujeres y las túnicas de los nobles. Se respira un aire solemne, pero festivo. El pueblo entero se ha congregado frente al gran balcón real. Nadie quiere perderse el momento.Y entonces, las puertas del palacio se abren.Primero avanza la Reina Madre, vestida con una capa color marfil. Su rostro, tan sereno como fuerte, refleja el orgullo de generaciones. Luego, los miembros del Parlamento, esta vez s
Las paredes blancas del hospital se abren paso mientras la camilla avanza a toda velocidad.—¡Código azul, código azul! —grita la enfermera con desesperación. El sonido de sus pasos retumba en el pasillo. Su corazón late con fuerza. Clarisa no es solo una paciente, es su amiga desde el colegio, y verla en ese estado deplorable le hiela la sangre.El obstetra logra estabilizarla por un momento, pero sabe que está caminando sobre una cuerda floja. Si no actúa de inmediato, la perderá. Conoce a Clarisa desde hace cinco años y, más allá de la relación médico-paciente, la estima como a una amiga. Siente un profundo respeto por ella y por Philip, su esposo.—Marcela, debemos actuar ya. Tu hija no aguantará por mucho más tiempo —las palabras del médico arrancan a la mujer de su ensimismamiento. Está tan aterrorizada que apenas asimila lo que ocurre a su alrededor.—Tenemos que esperar a Philip. Clarisa no quiere dar a luz sin él —dice Marcela con la voz temblorosa. Sabe que está tomando un r
Clarisa hiperventila. El aroma denso a hierbas la envuelve como un manto pesado y asfixiante, recordándole los funerales. Su cabeza da vueltas. No entiende nada. ¿Dónde está? ¿Quién es esa joven que la observa con el ceño fruncido y la cabeza gacha? —Mi lady… ¿por qué quiso quitarse la vida? —La doncella habla en voz baja, como si temiera ser escuchada. No debería ser tan atrevida, pero necesita confirmar sus sospechas. Un escalofrío recorre la espalda de Clarisa. ¿Quitarse la vida? Nunca lo haría. No ahora. No después de tanto luchar para convertirse en madre. Solo aquella vez, aquella terrible vez, había deseado morir. Aquella noche en la que él se fue. —No sé quién eres, pero te aseguro que, aunque quisieran matarme, me aferraría a la vida como una garrapata a su presa —su voz suena firme, aunque temblorosa por el llanto—. No he hecho tal cosa. La doncella asiente con convicción. —Lo sabía. Fue su madrastra. Ella le dio ese té siniestro y… —¿Madrastra? —Clarisa la interr