La tensión no se disolvió con las palabras de Ciel. El silencio que quedó fue más cruel que cualquier rugido. Ian y Jordan la miraban como si ambos hubieran perdido una batalla invisible.
Ciel, temblando, cerró la puerta con fuerza. Afuera, la tormenta seguía golpeando, como si el cielo quisiera romper la tierra en dos. Dentro de la casa, el aire estaba cargado, cada respiración era un cuchillo.
Ian fue el primero en hablar.
—No debiste dejarlo entrar. Él no entiende límites.
Ciel lo miró, con los ojos todavía húmedos.
—¿Y tú los entiendes, Ian? Cada vez que me tocas, cada vez que me dices “eres mía”, ¿acaso no haces lo mismo que él?
Ian se quedó helado. El dolor en sus ojos era real, pero también lo era su rabia.
—La diferencia es que yo no quiero encadenarte. Quiero protegerte, aunque eso me cueste.
Antes de que Ciel pudiera responder, Jordan habló.
—Protegerla… ¿de qué? ¿De mí? —rió con amargura, dando un paso adelante—. Tú la proteges porque no confías en que ella pueda decidi