—¡Por fin apareces! —exclamó, abrazándola con fuerza—. ¿Dónde demonios te habías metido? Todos pensaban que habías dejado la carrera, y yo… yo estaba preocupadísima.
Ciel trató de sonreír, aunque su rostro conservaba un aire de cansancio y melancolía. —Solo necesitaba tiempo, Lucía. Pasaron cosas… difíciles.
—¿Difíciles? —replicó la chica, sin soltarla del brazo—. Eso no me lo creo. Te conozco demasiado bien, Ciel, y sé que algo serio está pasando. Tienes la mirada rara, como si hubieras visto un fantasma.
Ciel bajó la vista. No podía contarle la verdad: que su sangre era disputada por clanes ancestrales, que su padre había tenido que enfrentar a vampiros poderosos, que en su propia casa velaba de noche como un guardián solitario.
Mientras Lucía insistía con preguntas, un escalofrío le recorrió la espalda. Sintió una presencia cerca. Cuando levantó la mirada, lo vio: Ian, recostado con aire despreocupado en un muro del campus, observándola con esa intensidad que siempre la desarmaba.