El suelo retumbó como si un corazón monstruoso latiera bajo la sala. Las antorchas se apagaron una a una, dejando la estancia sumida en una penumbra que parecía respirar.
Las grietas se abrieron en la piedra, exhalando un vapor oscuro que helaba los huesos. Y de ellas surgió una voz tan antigua y poderosa que hizo temblar hasta a los más fieros guerreros:
—Ciel… Eclipse… tú eres mi puerta.
El consejo entero retrocedió. Incluso Azereth, que nunca había mostrado miedo, frunció el ceño y apretó su báculo con fuerza. Kaelion palideció, murmurando un rezo en una lengua olvidada.
Ciel se llevó las manos al pecho. Sentía el eco de Artaxiel vibrando en su interior, como si quisiera arrancarle el corazón desde dentro.
—¡No! —gritó con todas sus fuerzas—. ¡No me tendrás!
Las sombras tomaron forma. Un brazo gigantesco y negro como el carbón emergió de la grieta, extendiéndose hacia ella.
Ian reaccionó al instante. Sacó su espada, aunque apenas podía sostenerla tras la batalla previa, y se interp