La grieta se abrió tanto que las columnas del consejo crujieron, y un polvo rojizo cayó del techo como si la propia luna carmesí sangrara sobre ellos. El torso de Artaxiel se retorcía para salir del vacío, su silueta hecha de humo y fuego negro.
Ciel gritó al sentir que su pecho ardía, como si aquel monstruo tirara de su alma con garras invisibles. Sus rodillas temblaban, pero Ian la sostuvo, clavando la mirada en ella.
—No estás sola. Si él quiere tu vida, tendrá que arrancar la mía también.
Las palabras iluminaron su interior como una chispa, pero al mismo tiempo encendieron otra hoguera más peligrosa: los ojos de Jordan.
—¡Basta, Ian! —rugió, apartando a su hermano de un empujón violento—. ¡Siempre con tus promesas vacías! Ella no necesita un mártir, necesita un guerrero que sepa enfrentar la oscuridad.
Ian lo empujó de vuelta, con los dientes apretados, a pesar de que la sangre le corría por la boca.
—¡Y tú qué sabes! Solo la miras como si fuera un premio.
La sombra de Artaxiel ri