La madrugada en la casa de Leonardo había sido interminable. La tormenta afuera parecía un eco de la guerra interna que cada uno libraba en silencio. Leonardo permanecía en guardia con el arma sobre la mesa, sin permitirse cerrar los ojos ni un instante; Elena seguía inconsciente, respirando apenas, como si un soplo pudiera arrebatársela; Ciel, aunque agotada, apenas conciliaba un sueño inquieto, encogida en un rincón del sofá.
Ian no se había movido de su lado. Se mantenía sentado en el suelo, apoyando la espalda contra la mesa, como un perro guardián, atento a cada sobresalto. De vez en cuando, su mirada se desviaba hacia la ventana, como si esperara que de un momento a otro algo irrumpiera desde la oscuridad.
Jordan, en cambio, había optado por permanecer apartado, recostado contra la pared frente a ellos, con los brazos cruzados y el ceño fruncido. No apartaba los ojos de Ciel, y aunque intentaba disimularlo, la manera en que su mandíbula se tensaba lo delataba.
El amanecer llegó