El interior se convirtió en un torbellino de violencia. La primera figura encapuchada apenas logró dar un paso antes de que Ian lo derribara contra la pared con un golpe seco de su hombro. El sonido del cráneo al chocar contra la madera resonó como un tambor de guerra. Sin perder tiempo, Ian hundió la daga en su pecho, pero el encapuchado no cayó de inmediato: una fuerza oscura lo mantenía de pie, gruñendo como un animal.
Jordan, por su parte, recibió a otro enemigo con un puñetazo directo a la mandíbula que lo hizo escupir sangre negra. Sin embargo, el tercero se lanzó hacia Ciel, ignorando a los demás, y atravesó la sala con una velocidad antinatural.
—¡No! —gritó Leonardo, poniéndose enfrente, pero el intruso logró cortarle el brazo con una hoja de plata que chisporroteó al contacto con su piel inmortal.
La sangre de Leonardo cayó al suelo como un sello ardiente. Ciel, aterrada, retrocedió hasta chocar contra la pared. Sus ojos se encontraron con los del encapuchado: dos abismos en