El estruendo de la fortaleza se hizo ensordecedor. Las columnas negras vibraban con cada latido, proyectando sombras que danzaban como serpientes alrededor de Ciel. Su cuerpo se arqueaba, como si quisiera escapar de sí misma, y su grito se mezclaba con un sonido antiguo, profundo, que parecía surgir de las entrañas mismas del mundo. Ian y Jordan la rodeaban, cada uno intentando aferrarse a un hilo de control, a la mínima señal de conciencia de Ciel, pero las fuerzas que la arrastraban eran más fuertes que cualquier deseo humano.
Leonardo avanzó hacia el altar, apoyándose con dificultad en su espada, y levantó la voz con autoridad temblorosa:
—¡Ciel no está sola! ¡Nosotros somos su escudo, aunque duela cada fibra de nuestro ser!
El aire se volvió más denso, cargado de magia antigua. Del altar surgieron ráfagas de luz y sombra que comenzaron a entrelazarse, formando figuras etéreas: bestias de ojos llameantes, guardianes ancestrales, ecos de vampiros caídos y héroes olvidados. Cada uno