El helado estaba casi terminado.
Solo quedaban restos de chocolate aferrados al palo, pequeñas manchas que ya no podían competir contra el calor del día. Pasé la lengua una última vez, lenta, recogiendo lo que quedaba, y luego me limpié los dedos con una servilleta arrugada, todavía sonriendo.
Fue entonces cuando sentí la mirada.
No era algo evidente. No un sonido, no un movimiento brusco.
Era esa sensación incómoda en la nuca, como si el aire se hubiese tensado de repente.
Bajé el helado, ya reducido a nada, y levanté la vista.
A unos metros, entre la sombra de los árboles, alguien observaba. No se movía. No hablaba. Solo estaba ahí, quieto, demasiado quieto. El contraste entre la normalidad del momento y esa presencia hizo que el dulce se me quedara atrapado en la garganta.
—Qué raro… —murmuré.
El viento sopló suave, arrastrando hojas secas por el suelo. Por un segundo pensé que había sido imaginación mía, pero entonces sentí esa presión, una energía densa, conocida… peligrosa.
No e