El viento rugía sobre las torres de Vorlak como una bestia que anunciara lo inevitable.
Las nubes se habían ennegrecido de forma antinatural, y un brillo plateado se filtraba entre ellas, iluminando el bosque con una luz que no pertenecía a la luna.
Ciel no podía dormir. Desde aquella noche, las visiones habían regresado: sombras, sangre y una voz que la llamaba desde el otro lado del tiempo.
Se encontraba en su habitación, frente al espejo cubierto por una tela gris. El aire se sentía denso, como si respirarlo doliera. Entonces, lo escuchó otra vez.
—Hija del eclipse…
Ciel giró de golpe, su respiración entrecortada.
—¿Quién eres? —susurró al vacío.
La voz respondió, como un eco que vibraba en su mente.
—Soy el principio… y el fin de tu linaje. La sangre que llevas es mía, y la deuda que cargas… también.
El espejo tembló, la tela se deslizó al suelo, y su reflejo ya no era el suyo: una figura de ojos plateados la observaba desde el otro lado, envuelto en una oscuridad líquida que pare