El invierno llegó antes de lo esperado.
La nieve cubrió las torres de Vorlak con una calma engañosa, y el aire se volvió tan frío que hasta el fuego en las antorchas titilaba débil, como si temiera extinguirse. Sin embargo, dentro de la fortaleza, la tensión era más helada aún. Desde la noche del ataque, nada volvió a ser igual. Las risas escaseaban, las conversaciones se apagaban apenas comenzaban, y los ojos desconfiaban más de lo que saludaban.
Ciel lo notaba. Cada paso que daba resonaba como un recordatorio de que el equilibrio colgaba de un hilo invisible. Había salvado la fortaleza, pero no la confianza de su gente. Y aunque todos fingían normalidad, las grietas eran evidentes. Los portadores se dividían en facciones silenciosas: los que seguían su liderazgo, los que creían en las tácticas de Asta, y los que aún se preguntaban si Leonardo seguía siendo el guardián invencible que solía ser.
Una noche, mientras observaba el patio desde la torre norte, Ian la encontró sola, sin cap