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—¡Ian, no! —gritó Ciel con todas sus fuerzas, pero su voz se perdió entre el rugido del fuego.

El cuerpo del chico tembló, las venas de su cuello se marcaron como raíces negras bajo la piel, y por un instante sus ojos se volvieron completamente rojos.

El aire se hizo pesado, vibrante, cargado de energía. Las brasas danzaban alrededor como si fueran atraídas por él, girando en una espiral que lo envolvía todo.

Ciel corrió hacia él, pero algo invisible la detuvo: una barrera, una presión inmensa que la empujó hacia atrás.

El suelo tembló. El sello del eclipse en su pecho ardió con violencia, y un destello de luz blanca brotó desde su piel.

El fuego que los rodeaba se elevó como un muro.

El grito de Ian se mezcló con el crujido del aire partiéndose.

Cuando la luz se disipó, el silencio cayó de golpe.

El campo de batalla quedó cubierto de ceniza.

Los cuerpos de los cazadores se habían reducido a polvo.

Ciel se arrastró entre los restos humeantes, con lágrimas en los ojos.

—Ian… —susurró,
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