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La noche cayó con un peso más denso que de costumbre. En Vorlak, las antorchas ardían con llama contenida, como si incluso el fuego supiera que soplar demasiado fuerte podría avivar algo peligroso. Ciel no pudo dormir: sus pensamientos eran una secuencia de rostros, de mapas, de palabras sembradas por Asta. Había pedido vigilancia, había pedido cautela, y sin embargo la intranquilidad se le pegaba a la piel como una humedad que no se secaba.

En el comedor, pocos hablaban en voz alta. Los portadores comían en silencio, y aunque algunos sonreían al verla, otras miradas esquivas delataban que la semilla de la duda ya había echado raíces. Ian estaba cerca, sin soltar su taza, con la mirada fija en la puerta como si esperara que cualquier sombra trajera malas noticias. Jordan repasaba las listas de guardia con calma contenida; sus dedos arrancaban con gesto casi imperceptible un hilo de la tela de la mesa cada vez que su mente viajaba a Ciel.

Leonardo entró y el rumor de su presencia puso
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