La mañana se levantó con una calma engañosa. Desde las torres más altas de Vorlak, los vigías no veían movimiento sospechoso en los valles ni en las montañas, pero el aire estaba demasiado quieto, como si el mundo contuviera la respiración antes de gritar.
Ciel se levantó con los ojos cansados, aunque apenas había dormido. Las palabras de Asta seguían resonando en su cabeza como ecos en un pasillo interminable: traición, duda, renacer. Había querido desecharlas, pero en su corazón sabía que lo más peligroso no era el enemigo afuera, sino la posibilidad de que las semillas de esa duda ya estuvieran germinando dentro.
En el comedor principal, los portadores murmuraban entre sí mientras desayunaban. Algunos la saludaron con sonrisas, otros desviaron la mirada. Nada directo, nada obvio, pero lo suficiente para que su pecho se apretara. Ian, sentado cerca, la observaba en silencio. Jordan entró poco después, con paso firme, como si quisiera marcar con su presencia que nada podía sacudirlo.