Aquel fin de semana estuvo marcado por el exceso y la complicidad de dos cuerpos que parecían haber encontrado su refugio. La habitación estaba impregnada del aroma de sus pieles llenas de intensidad y deseo, en la que el tiempo parecía detenerse y donde sólo eran ellos dos y nadie más.
Sólo se levantaban de la cama para ducharse o para probar algún bocado, más para descansar un poco que por sentir hambre en realidad. Mientras se duchaban para limpiar los restos de fluidos y el agua caliente resbalaba sobre sus cuerpos, arrastrando el sudor de la última entrega, sus manos, incapaces de permanecer quietas, exploraban de nuevo algún recoveco y volvían a caer en el juego de la tentación y el placer.
Cuando el apetito los obligaba a buscar alimento, apenas cruzaban unas palabras. Iban hasta la cocina para preparar algo sencillo y terminaban follando sobre el mesón de mármol o en medio del pasillo.
Sus cuerpos permanecían alerta, atentos al más mínimo estímulo. Una sonrisa, algún gesto