El aire frío de la noche golpeó el rostro de Antonio mientras caminaba a paso rápido, alejándose del restaurante. Cada respiración le quemaba los pulmones, no por el asma, sino por la rabia que le tensaba los músculos y le oprimía el corazón con una fuerza brutal y violenta.
El gimnasio —un local de lujo para deportistas de alto nivel económico, estaba totalmente vacío a esas horas—. Dentro lo recibieron las luces fluorescentes y el eco de sus propios pasos, pasos que reflejaban el cansancio interno que llevaba.
En el camerino, se despojó de la camisa y el chaleco con movimientos bruscos, como si la tela lo asfixiara. La ropa deportiva, ajustada y sudada de otros días, se adhirió a su piel. Al guardar el inhalador en el bolsillo del pantalón, sus dedos temblaron levemente. Ese maldito inhalador siempre sería el recordatorio de su vulnerabilidad y su amor no correspondido. Necesitaba actuar, hacer algo en ese mismo instante para despejarse.
El ring lo esperaba y estaba listo para saca