El gimnasio, un espacio para relajarse, donde mayormente se oía el eco de guantes golpeando sacos y el roce de zapatillas contra el suelo, se había convertido en un lugar de tensiones irrespirables. El aire, cargado de expectación vibraba con un silencio cortante. Los focos parpadeantes proyectaban sombras que danzaban sobre el rostro enfurecido de Lorena, ahora contraído en una mueca de dolor genuino.
Catalina, desde su posición en el suelo, podía sentir el peso de cada mirada clavada en su espalda, como agujas dispuestas a desgarrar su farsa. Pero no era la multitud lo que la mantenía inmóvil, sino la figura de Erick avanzando hacia ella, cada paso resonando con la ferocidad de un relámpago a punto de caer.
—¡Basta! —La voz de Erick atravesó el espacio con severidad, haciendo que hasta las partículas de polvo en el aire parecieran estremecerse. Sus ojos, negros como la obsidiana, escudriñaron a Catalina con una intensidad que le quemó las mejillas. Ella contuvo la respiración, perm