Tras una relación de altibajos, Faith y Nathaniel tomaron caminos diferentes en la vida. Él creció profesionalmente con sus dotes de persuasión, con sus más y sus menos se podría decir que el dinero se le subió a la cabeza y ya no era el chico del que Faith se enamoró. Aquel chico cariñoso y divertido que conoció en el instituto ya no existía. Faith, por su parte, se mantuvo en un bajo perfil con su trabajo de recepcionista en un gimnasio. Había renunciado a sus estudios por apoyar a Nate en su carrera profesional con unas vistas de futuro inseparables. Pensaba que se casarían, que los logros de uno serían en realidad de ambos, pensaba que tendrían hijos y serían felices. Esto último es lo único que queda de su amor pasado: un pequeño hijo que los une. El último resquicio de su amor.
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Mi vida siempre había estado ligada con la Nate. Desde que me enamoré de él siendo una adolescente hasta todo lo que pasamos juntos, Nate lo había sido todo para mi. Consideraba que yo me sacrifiqué más por nosotros de lo que él jamás lo hizo. Dejé de estudiar para trabajar y poder mantenernos mientras él se buscaba un hueco en el mundo de los negocios con sus dotes persuasivos; porque Nate era persuasivo, podía hacer que cualquiera le siguiera el rollo. Así fue cómo pasó. Consiguió su meta: dinero y éxito. Entonces dejamos de ser un "nosotros" para ser Faith y Nathaniel. Nos hicimos insostenibles. Yo no aguantaba su codicia y lo presuntuoso que se estaba volviendo, un completo gilipollas que llegaba de madrugada de sus fiestas de empresa. Él seguramente no aguantaba que yo le discutiera por todo y que no fuera como esas mujeres que tenían sus compañeros.
Nate ya no era mi Nate y por sorprendente que pudiera ser, él me dejó a mi. Pese a ello, nuestras vidas no podían separarse porque nos unía algo tan bonito como nuestro hijo. Lo único que Nate me dio y que merecía la pena.
—¡Mamá!
Era un niño como todos los demás, a veces tranquilo y otras inquieto.
Lo vi corretear llevando a rastras su mochila roja, tropezándose sin parar hasta que llegó a mi lado. Alan tenía solo cuatro años pero era lo que más me animaba la vida. No tenía grandes amistades y para mis veintiséis años la vida era (a veces) muy aburrida.
—¿Qué tal el día? —Le recogí la mochila y enseguida se metió las manos en los bolsillos de la sudadera—. ¿Qué traes?
—Macarrones —dijo como si nada con las manos llenas de pasta dura—. Para que cocines.
Me reí y le di la mano para cruzar la marea de padres que recogían a sus hijos del colegio.
Era viernes, viernes de Nate, así que al llegar a casa sólo esperaba la hora en la que viniera a recogerlo para llevárselo el fin de semana. Alan siempre lo esperaba impaciente sentado en el sofá y balanceando las piernas. Sabía que vivir conmigo en el apartamento no tenía ni punto de comparación a la casa de su padre: grande, gigante, con un jardín con columpios y a saber que mil cosas más le compraba. De vez en cuando me encontraba celosa y molesta por la posibilidad de que Nate lo comprara con juguetes y que eso hiciera que nuestro hijo le quisiera más que a mí.
—¿Cuándo llega papá? —preguntó.
—Pronto —le respondí.
Esperando a que llegara me empecé a arreglar o sino iba a ir tarde. El vestido llevaba colgado de la puerta de mi armario desde el miércoles, esperándome impaciente para quitarle el polvo. Era bonito: negro, largo y con escote en la espalda. Nada muy conservador ni muy revelador.
Miré el reloj: las siete y media. << ¿Dónde estás, Nathaniel? >> Llegó cuando me terminaba de maquillar. Llamó a la puerta y los gritos de Alan ansioso llenaron el apartamento.
—¡Papá ha llegado! ¡Mamá! ¡Papá ha llegado!
Salí descalza del baño y atravesé el salón.
—Ya voy ya voy —repetí. Arrastré los pies hasta la puerta y tiré del pomo—. Llegas tarde.
Los ojos oscuros de Nate me dieron un repaso. Dos años atrás esa mirada me habría hecho derretirme pero por aquel entonces sólo quedaba un ligero sentimiento que no era nada. Había amado a Nate más que a nadie en este mundo y mentiría si dijera que no deseaba que las cosas hubieran sido diferentes.
—Estaba en una reunión —se excusó—. ¿A dónde vas tan guapa?
Yo era una mentirosa. Aquel sentimiento sí que era algo. Nate siempre podría persuadir una parte de mi con sus dotes tan encantadores y su atractivo. Porque eso era otra cosa. Nate era Nate y era mucho Nate. El chico guapo de clase, el chico que levantaba suspiros y faldas, el chico que me eligió a mi. Era la clase de tío por el que te romperías el cuello si tuvieras que girar a mirarlo.
—¡Papá! —Alan corrió a su padre, se coló entre mi cuerpo y el marco de la puerta y Nate lo recogió—. ¿Nos vamos?
Nate era grande, me sacaba una cabeza y media de altura, por eso jugaba al baloncesto en el instituto y había mantenido ese físico deportista hasta sus veintisiete años. No era un hombre que dijeras que estaba muy musculado, pero en su altura y su fibra yo llegué a encontrar mi lugar más seguro en la tierra.
—Vete a poner las zapatillas.
Alan volvió corriendo dentro y me recordó que yo debía sacar mi par de tacones de la caja.
—¡Alan, coge tu mochila! —exclamé—. Tiene deberes de escritura que hacer. Que los haga esta vez.
—No me eches cosas en cara. —Se pasó la mano entre los mechones ondulados de su pelo castaño—. ¿Me vas a decir dónde vas así vestida?
Dudé en si decírselo o ser una antipática. Llevábamos cosa de dos años separados y no le debía nada. Él no me dió ni una triste explicación para dejarme aunque era obvio: porque sólo discutíamos y no éramos ya la pareja que éramos.
—Tengo una cita —admití y por un segundo creí ver la sorpresa atravesándole la cara. Seguramente esperaba que me quedara soltera el resto de mi vida cuidando de Alan.
Pero Nate ya no era el chico expresivo al que yo amaba. Todo empezó a darle igual y lo que para mí era importante, para él ya no significaba nada: como nuestra relación. Apretó los labios y asintió ligeramente con la cabeza, como si pasara del tema sin importancia, como si sólo fuera una pregunta más:
—¿Una cita? ¿Con quién?
Después de nuestra ruptura tuvimos un par de encuentros más que nunca debieron pasar porque aquello le reafirmó a Nate que fuera como fuese, una parte de mí siempre sería suya. Y seguramente era así. Nate era una gran parte de mi vida, casi toda mi vida había sido Nate y en vivir por y para él. Estaba ciegamente enamorada y no me había molestado hasta que el dinero se le subió a la cabeza.
—¡Ya estoy! —grito Alan, que correteó arrastrando su mochila.
Le revolví el pelo a nuestro hijo y me agaché a besarle como despedida. Sus pequeños brazos me rodearon el cuello. El pecho se me llenó de mariposas.
—Pórtate bien con papá, y haz los deberes.
—Sí, mamá. Te quiero.
Aplasté mis labios contra su regordeta mejilla. Me daban ganas de achucharlo con tangas ganas que seguramente nos petrificaríamos juntos.
—Te quiero mucho. Nos vemos el lunes, ¿vale?
—¡Vale!
Me erguí y sacudí la cabeza. Las despedidas con Nate aún eran raras después de dos años. ¿Cómo podíamos habernos convertido en eso después de todo lo que éramos? Al cerrar la puerta siempre me quedaba un extraño sabor de boca.
Me puse los tacones y me di unos últimos retoques. Zed estuvo en la puerta al poco rato, guapo como era y con una sonrisa tan encantadora que prometía únicamente cosas buenas. Zed era la clase de hombre que podía hacerme volver a sentir sin miedo. Con su pelo rubio bien peinado, sus ojos verdes, sus camisas formales y sus alegres saludos... Zed era un buen hombre.
FAITHVolví a mirar el reloj. Era tarde. Alan se había quedado dormido en mis brazos y una parte de mi no quería llevarlo a su cuna para no quedarme sola esperando. Al final, viendo que eran casi las doce y media de la noche, me levanté del sofá y lo tumbé en su lugar. Era tan pequeño, se parecía tanto a Nate... ¿Qué le costaba haberse quedado allí con nosotros? ¿Tan importante era salir de fiesta para regodearse con sus colegas?Volví al sofá. Desde que Nate compró esta casa tan gigante el mundo se me caía encima. Sentía que me estaba encerrando. Que salíamos juntos a lugares caros y que me adornaba con sus regalos. Que otros días me quedaba cuidando sola de nuestro hijo porque le gustaba regodearse de lo que tenía con gente a la que no le importaba. Ya me había dicho que quería que dejara de trabajar, que él podría mantenerme a mi y a nuestra familia. ¿Quería más hijos? ¿Iba a quedarme en casa cuidando de dos, tres hijos mientras él salía de fiesta y se codeaba con gente de dinero?
FAITHEn tantos años juntos no recordaba haber visto a Nate enfermo, o por lo menos no tanto. Era algo gracioso verlo con la nariz roja y estornudando, echado en el sofá con una manta hasta el cuello. Estaba adorable.—Esto es una puta mierda —se quejaba.Me reí y seguí derritiendo el chocolate. Cuando estuvo, se lo serví en una taza.Nate me miró con una sonrisa medio torcida, su pelo desordenado y su piel ligeramente pálida por el resfriado. Me acerqué y le di un beso en la frente. Sentí el calor que emanaba de su piel.—Estás ardiendo, ¿seguro que no quieres ir al médico?—Que no, que no.—Cómo vaya a peor... —empecé a amenazar.—Si voy a peor te tendré más tiempo de enfermera —le restó importancia—. Estás super sexy con el pijama de renos. Muy follable la verdad.Se puso a estornudar y me entró la risa ligera.—Eso te pasa por reírte de mi pijama. —Me puse de puntillas y le di otro beso, Nate se quejó algo reticente por si me pegaba el resfriado—. Anda bébete eso, voy a prepararte
NATHANIELVeía los esfuerzos de Faith, veía su sacrificio cada día cuando se levantaba temprano para trabajar y lo cansada que llegaba. Mientras, estaba intentando colarme en el mundo de los negocios. Haría mucho dinero y nos sacaría de esa caja de cerillas en la que vivíamos. Nos compraría buenos coches y seríamos más felices. Faith dejaría de madrugar, se le quitarían las ojeras y sería el triple de feliz.—¿Qué son todos esos papeles? —cotilleó.Se dobló sobre el respaldo del sofá y me besó.—Cosas de una reunión a la que iré el sábado. No te importa quedarte sola por la noche, ¿verdad?—¡Qué va! —sonrió y me volvió a besar. Al final terminó tirándose sobre el respaldo para sentarse en mi regazo—. Tengo un par de películas guardadas que quiero ver. Son de amor, de esas que no te gustan. Aprovecharé las horas.—Qué planazo.Sonrió más. Pese a todo, Faith siempre sonreía por lo mismo por lo que yo lo hacía: porque estábamos juntos. Joder. Era preciosa. Era como si todo en el mundo gi
FAITH—¡No puedes hacer esto! ¡Estás castigadísima!El sonido de la puerta cerrándose con un golpe resonó en toda la casa, y sentí cómo la tensión en mi pecho se acumulaba a niveles insoportables. Mis padres estaban echando humo y yo temblando de rabia y emoción. Era mi cumpleaños, cumplía 18 años, y una parte de mi esperaba disfrutarlo un poco con mi "familia" antes de huir.No estaba siendo así.—No puedes simplemente abandonar todo lo que has construido aquí para irte con ese… ese chico.—Sí que puedo, miradme. ¡Y qué narices! ¡Esto es culpa vuestra!Mi padre, que siempre había sido el más callado de los dos en estas discusiones, finalmente alzó la voz.—Vuelve a tu cuarto, Faith. Deja esta niñatada. ¡Suelta la maleta! —Intento quitarme el asa y al final la maleta terminó cayendo escaleras abajo.—¡Que no! —chillé.Corrí por las escaleras para salvar las pocas cosas que me habían cabido en la maleta. La mochila se me resbaló por el hombro y fue todo un desastre.—¡¿Y qué hay de tu
NATHANIEL—¿Y si nos quedamos aquí hasta que cumpla dieciocho? Total, mis padres no pueden enfadarse más.Su voz consiguió sonar más fuerte que el agua de la ducha cayendo y que el sonido de los coches pasando de refilón por el hostal. Había algo especial en pasar las noches allí aunque fuera un sitio de mala muerte, y aunque tuviera que llevarla a casa antes de que se hiciera de día para fingir que no se había escapado. Por unas horas podíamos ser simplemente nosotros, conviviendo a solas anticipando lo que vendría dentro de poco. En cuanto Faith cumpliera los dieciocho nos largaríamos. Yo ya había cumplido los dieciocho, y aunque la libertad que venía con la mayoría de edad era emocionante, también me hacía sentir impotente porque sabía que hasta que Faith no alcanzara esa misma edad, todavía estábamos atrapados en ese limbo.Escuché el sonido de la mampara del baño y el chapoteo de sus pies descalzos en el charco que siempre se formaba en el suelo. Me asomé lo justo para ver su cue
FAITH—¡Hoy voy a llegar algo tarde! —grité para salir escopetada de casa cuanto antes y librarme de una bronca—. ¡Adiós!—Eh eh, espera.Frené a un paso de la puerta y giré ligeramente el cuello para ver a mi padre.—¿Qué pasa?—Que ya hemos hablado de esto, Faith. Ese chico no nos gusta.Y de nuevo el tema. Ellos no lo entendían pero gracias a Nathaniel el instituto era mucho más llevadero y la vida era mucho mejor. ¿Qué pasaba? ¿Qué había llegado tarde un par de veces? ¿Que las matemáticas se me daban peor que en el colegio y sacaba peores notas en álgebra?—Pero a mi sí... Llegaré antes de las once, lo prometo. Sólo voy a ver su partido de baloncesto y estaré de vuelta.—A las diez aquí —sentenció.—¡Guay! ¡Adiós!Seguramente le hubieran aceptado menos sabiendo que solía esperarme un par de casas calle abajo con su coche, y que era un año mayor, y que era un desastre en las clases y aprobaba porque yo le hacía muchos trabajos extra y le dejaba copiarse en algunos exámenes. Y aún a
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