Eliana colgó con un nudo en la garganta. Eligió un restaurante sencillo, uno al que solía ir cuando era pequeña, de esos que tienen ventanas amplias y mesas de madera gastadas por el tiempo. Llegó antes que él, como siempre. Lo esperó con los dedos entrelazados sobre la mesa, sin tocar el café que había pedido. Las paredes del lugar estaban adornadas con cuadros antiguos, y una canción instrumental flotaba en el aire como un susurro nostálgico.
Cuando su padre llegó, llevaba un abrigo oscuro y una expresión hermética. Sus pasos eran firmes, su mirada apenas se suavizó al verla. Se sentó frente a ella sin decir palabra.
—Gracias por venir —dijo Eliana, bajando la mirada.
—Tú pediste hablar.
Hubo un silencio incómodo. Ella deseaba tanto que él rompiera la distancia. Que le tomara la mano. Que le dijera: Hija, lo siento por todo. Pero eso no pasó.
—Papá… —comenzó, con un hilo de voz—. ¿Es cierto?
Él no preguntó a qué se refería. La miró. Por primera vez en mucho tiempo, la miró de verdad