Samantha caminaba con prisa, sus tacones resonaban con fuerza en el suelo empedrado del conjunto residencial privado que ella misma había financiado para su cómplice. La brisa nocturna le revolvía el cabello y el silencio del lugar le provocaba un mal presentimiento que no supo explicar de inmediato. Apretaba el celular en su mano mientras revisaba, una vez más, el registro de llamadas: seis intentos de comunicación con la doctora. Todos sin respuesta. Todos recientes. Todos ignorados.
—¿Dónde demonios estás? —murmuró entre dientes, deteniéndose frente a la elegante casa de dos pisos que había sido su “regalo” para la mujer que le había ayudado a falsificar historiales médicos, pruebas de maternidad, y hasta registros de nacimiento.
Golpeó la puerta principal con fuerza. Esperó.
Nada.
Volvió a tocar. Más fuerte. Más insistente.
—¡Doctora Ávila! ¡Soy yo, Samantha!
Silencio.
Miró a su alrededor. La casa estaba a oscuras. Las luces del porche apagadas, sin señales de vida adentro. Caminó