El avión aterrizó suavemente en el aeropuerto de Yucatán, el zumbido de los motores desvaneciéndose mientras las puertas se abrían, dejando entrar una brisa cálida y salada que olía a mar.
Ameline fue la primera en bajar, sus ojos brillando con emoción mientras pisaba la rampa, el sol de la mañana golpeándole el rostro con una calidez que nunca había sentido en la mansión.
Nataniel la siguió, su cámara nueva en mano, sacando fotos a todo lo que veía: las palmeras que se mecían al viento, los autos brillantes que esperaban en la pista, incluso a Kato, que bajaba con una sonrisa torpe. Ameline notó de reojo la cara desanimada de Prissy, sus hombros hundidos y su mirada perdida, y un pinchazo de culpa la atravesó al recordar la confesión de la noche anterior sobre Nataniel.
Sabía que era inevitable, que tarde o temprano tendría que enfrentar esa verdad, pero prefirió apartarlo y centrarse en disfrutar.
“Es mi primera vez fuera del país, voy a disfrutar todo esto, sobre todo porque es