El bosque estaba en silencio. Uno espeso, espeluznante… y hermoso. Las hojas no crujían. Los animales no cantaban. Solo el murmullo de la brisa que acariciaba las ramas acompañaba los pasos lentos de Kaelion y Ulva mientras avanzaban hacia el campamento. La niebla aún no se había disipado del todo. Cada rincón del sendero parecía respirar con ellos, como si el bosque estuviera atento, juzgando cada palabra no dicha entre los dos.
Kaelion caminaba medio paso detrás de ella. No porque temiera adelantarla, sino porque la estaba observando. En silencio. Con la misma concentración con la que uno mira un eclipse. Porque eso era ella, un eclipse, su eclipse. La había visto por primera vez cuando estaba atrapada por las raíces vivas de Selene, suspendida en el aire como una diosa enjaulada. La oscuridad no le quitaba belleza… la multiplicaba. Cada grito, cada rugido, cada intento por liberarse, había grabado su imagen en su memoria con más fuerza que cualquier visión. No fue solo deseo. Fue un