La puerta de la cabaña se abrió justo cuando Richard levantaba la mano para llamar. No hubo bisagras que chirriaran ni pasos que anunciaran su llegada. Simplemente, la madera oscura cedió hacia adentro, iluminada tenuemente por la luz parpadeante de una lámpara de aceite en el interior.
Al acercarnos a la cabaña bajo la tenue luz de la luna, Magaly se detuvo en seco, observándola con los ojos muy abiertos y una exagerada expresión de asombro.
—¡Madre mía! —exclamó—. ¿En serio vive aquí? Parece la casa de la abuelita... ¡pero si la abuelita fuera una hechicera que colecciona calderos y gatos negros! ¡Espero que no nos ofrezca sopa de murciélago!
Cuando la puerta se abrió de repente y Elara apareció en el umbral, Magaly soltó un pequeño grito ahogado, agarrándose a mi brazo con fuerza, pero con una sonrisa nerviosa asomando en sus labios.
—¡Ay, caramba! —dijo con los ojos muy abiertos, mirando a Elara de arriba abajo—. ¡Pero si es la mismísima Baba Yaga! ¡Señora Elara, con todo respeto,