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—No te molestes, están sobre la mesa —repuso Sebastián, suponiendo que se refería a los condones, y alzó la barbilla en dirección a la mesilla, en donde unas finas cestas contenían varios tipos.

Gisela no dijo nada, pero no pudo evitar pensar que los hoteles eran tan considerados.

—Bueno, entonces iré a ducharme —dijo, empujándolo, con el corazón latiéndole a toda velocidad, mientras la invadía una premonición de lo que Sebastián haría más tarde.

Maldita sea, ¿cómo era posible que, siendo ella la que estaba en una posición dominante, se sintiera como un cerdo a punto de ser sacrificado?

¿Acaso él sabía cuáles eran sus intenciones desde el principio? Miró a Sebastián con desconfianza, con el pánico reflejándose en sus ojos.

Sebastián había adivinado, más o menos, lo que estaba pensaba solo con ver su expresión. Había muchas mujeres que querían seducirle, pero ella era la primera que quería escapar cuando estaba a punto de conseguirlo. ¡Qué interesante!

La noche pasó rápido, por lo que pronto empezó a clarear el alba. Gisela se despertó y vio a Sebastián, dormido sobre su almohada, menos severo mientras descansaba. Parecía un león dormido, como si su ferocidad se hubiera desvanecido.

Lentamente, ella se acercó más y observó al hombre con cuidado, sintiendo un pinchazo de celos. Era guapo, con la piel clara, largas pestañas, y una suave barba.

Tal vez su mirada fue demasiado directa, porque las cejas del hombre se fruncieron un poco. Rápidamente, ella volvió a tumbarse en la cama, tras lo cual, para su fortuna, el hombre dejó de moverse.

Con cuidado, retiró la mano de él que aún descansaba en su cintura, casi conteniendo la respiración para que despertarlo. Tenía que vestirse y marcharse. Tras pensarlo un momento, sacó todo el dinero que tenía en su bolso, lo puso sobre la mesa y se fue, sin mirar atrás.

Menos de diez minutos después de que Gisela se marchara, Sebastián despertó.

Al parecer, no esperaba encontrarla al despertar, ya que se levantó y se vistió con total indiferencia, antes de acercarse a la mesilla de noche y ver había un montón de dinero, junto a una nota:

«Tío Sebastián, anoche fue un placer. Estos 80 dólares son para agradecerte. Nunca nos volveremos a ver».

—¿Nunca nos volveremos a ver? —repitió Sebastián, soltando una risa sarcástica.

Despreocupadamente, tiró la nota a la basura, y guardó el dinero, en el mismo momento en el que su teléfono sonó. Era Javier López, su asistente especial, quien le recordó que tenía un vuelo reservado, antes de añadir:

—Pero, señor Sebastián, si tiene algo que hacer, puedo cambiarlo para mañana.

—No, me voy ahora —repuso Sebastián y, tras hacer una pausa, Sebastián agregó—: Por cierto, averigua todo sobre la mujer de anoche.

—De acuerdo, señor.

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