El reloj marcaba poco después de las ocho de la mañana cuando Roberto cruzó las puertas del lujoso hotel en el que se estaba hospedando. Su porte imponente y su mirada severa no pasaron desapercibidos para el personal, que lo saludó con cortesía. Caminó hacia el ascensor sin detenerse, con los hombros tensos y el semblante oscuro, como si una tormenta lo envolviera. En la sala de la suite que compartían, Julia lo estaba esperando. Llevaba un vestido ajustado y perfecto, su cabello cuidadosamente arreglado, pero sus ojos denotaban impaciencia. Al verlo cruzar la puerta, caminó rápidamente hacia él, deteniéndose frente a su esposo antes de que pudiera atravesar la sala de camino hacia la habitación. —¿Dónde estuviste anoche? —preguntó, con un tono que oscilaba entre el reproche y la curiosidad. Roberto se giró lentamente hacia ella, y sus ojos se encontraron. Había cansancio en su mirada, pero también algo más, algo que Julia no supo identificar de inmediato. —¿Qué te importa? —respondi