Nueva York, años veinte
No recuerdo exactamente en qué momento dejé de cantar para el público y empecé a cantar solo para él.
El club estaba lleno aquella noche, más de lo habitual. El humo de los cigarrillos formaba una neblina espesa bajo las luces doradas, y el murmullo de las mesas competía con la música de la banda. Yo llevaba un vestido dorado, ceñido al cuerpo, de esos que no permiten olvidarte de que tienes una espalda, una cintura, una piel viva. Las lentejuelas atrapaban la luz cada vez que me movía, y sentía las miradas deslizarse sobre mí como manos invisibles.
Pero yo solo podía verlo a él.
Estaba sentado en la mesa del fondo, como siempre. No necesitaba imponerse. No alzaba la voz. No buscaba atención. La tenía. Era la forma en que se recargaba en la silla, el modo en que sostenía el vaso entre los dedos, la quietud peligrosa de alguien que no necesita demostrar nada.
Carlos.
Aún no era “Carlos” para mí. No del todo. Era el hombre del traje oscuro, del sombrero ladeado,