El sonido insistente de mi celular se coló en mis sueños como un latigazo. Abrí los ojos de golpe, desorientada, con el corazón latiéndome tan fuerte que por un segundo pensé que algo grave estaba pasando. La sala estaba casi a oscuras, apenas iluminada por la luz tenue que entraba desde la ventana. Sentí un tirón agudo en el cuello cuando intenté incorporarme; me había quedado dormida en el sofá, rodeada de papeles, libros abiertos y mi laptop aún encendida, con la pantalla iluminando una mitad del desastre.
El celular volvió a sonar.
—¿Dónde estás…? —murmuré, palpando a ciegas entre los cojines, la mesa de centro, debajo de una manta que no recordaba haber usado.
Finalmente lo encontré atorado entre el respaldo y un cojín, vibrando como si estuviera reclamando atención. Cuando vi la hora en la pantalla me quedé helada.
01:07 a.m.
Y el nombre que aparecía… Carlos.
Fruncí el ceño. ¿Por qué demonios me llamaría a esa hora? Un escalofrío me recorrió la espalda y, de inmediato, mi mente