La carta aún descansaba sobre la mesa, pero su presencia era como un veneno invisible que impregnaba cada rincón de la biblioteca. Valentina apenas podía respirar. El mensaje era corto, pero contenía una amenaza que se clavaba como un cuchillo en su pecho.
—No puede ser… —susurró, llevándose una mano a la boca—. ¿Cómo entró esto aquí?
Alexander no respondió de inmediato. Tomó el sobre, lo examinó con detenimiento y lo acercó a la luz. El sello negro brillaba tenuemente, como si hubiera sido marcado con un material diferente al lacre común.
—No fue enviado por correo —dijo finalmente, con voz grave—. Alguien lo dejó aquí dentro.
Valentina lo miró aterrada.
—¿Quieres decir que entraron en la mansión?
Alexander asintió lentamente.
—Anoche, mientras dormías.
El corazón de Valentina dio un vuelco. Sintió que las paredes se cerraban sobre ella. Si habían podido entrar hasta allí, ¿qué tan cerca estaban realmente de ella?
—¿Y tú qué hiciste? —reprochó, con la voz quebrada—. ¿Dormiste también