El cielo nos puede esperar
El cielo nos puede esperar
Por: A.S. Torres
Prefacio

Eran casi las dos de la tarde y caminaba sonriendo por la avenida hacia mi restaurante favorito, que solo estaba a media cuadra de distancia,  para festejar mi victoria. Nuevamente me había salido con la mía, mi jefe había caído redondito ante mis encantos y acababa de darme el puesto de subdirectora de Relaciones Públicas, mientras que la pobre tonta de Ivaine lloraba a mares encerrada en el baño porque creía que era ella quien merecía aquel importante ascenso.

Sí, era cierto, ella estaba mucho más preparada, pero nunca había jugado bien sus cartas… o tal vez sí, había puesto todo su empeño los últimos días para demostrar que estaba capacitada, y bla, bla, bla. El gran problema de Ivy residía únicamente en que era fea, muy fea, y todos en PicCo, sabíamos que un puesto de semejante envergadura jamás podía ir a parar en manos de alguien tan poco agraciado porque, desgraciadamente, las relaciones públicas se basaban precisamente en eso, la belleza física, algo que a mí me sobraba. Con mi casi metro setenta y cinco con tacones, excelente figura y hermoso rostro, tenía el mundo a mis pies. Mi jefe, un hombre entrado en los cuarenta, flipaba por mí y Corey, mi novio, acababa de pedirme en matrimonio. A ambos los tenía comiendo de mi mano y a ninguno le importaba, realmente, que fuese una perra fría y sin corazón que se valía de lo que fuese para hacer a un lado a los que le estorbaban. Mi vida era un cuento de hadas y pronto, sería una de las mujeres más importantes de la ciudad, y más tarde, del país entero.

Corey, era el hombre que había elegido para conseguir mis propósitos, era guapo, muy rico y sus relaciones con los hombres que manejaban la política del país eran por todos conocidas. Así que, muy pronto, sería la señora Sagnier. ¡Mis sueños haciéndose realidad! Porque además de ser esposa, ambicionaba ser la accionista mayoritaria de la cadena más grande de supermercados en Londres y estaba en el camino correcto para lograrlo. Me desharía de quien se interpusiera en mi camino.

Apresuré el paso para llegar al almuerzo con mi flamante novio en Dal Baffo, el mismo sitio en donde Corey me había propuesto matrimonio apenas unos días atrás.

 —Hola, queridito —le dije a Corey, que seguramente me esperaba con impaciencia.

 Iba a ponerlo al tanto de las buenas nuevas.

—Siéntate —ordenó sin siquiera hacer contacto visual ni ponerse en pie como lo hacían los caballeros cuando llegaba una dama, aunque distara mucho de parecerme a una.

Bueno, tal vez no era él quien comía de mi mano, sino yo de la suya, pero no por mucho tiempo.

 Corey no apartó la vista del móvil.

  Que fuese un idiota, podía pasarlo por alto, que fuese un patán, no, pero qué más daba. Lo usaría para mis fines y después lo desecharía cual pañuelo sucio en el fondo del bote de basura más cercano en busca del siguiente, alguien que me hiciera alcanzar más altos vuelos.     

    Le sonreí con hipocresía.

   —Ya ordené la comida —agregó.

  —Cómo siempre —me quejé tan solo un poco—, nunca eres capaz de esperarme,  ni siquiera sabes qué quiero comer.

—Tan solo una ensalada, querida, no queremos que pierdas ese estupendo cuerpo, ¿o sí?

 Resoplé para intentar tranquilizarme. Al menos, en aquel momento, para celebrar, tenía ganas de comerme un buen corte con un par de guarniciones y él solo había ordenado una estúpida ensalada.

  —Bueno, en fin —dije, cediendo como siempre a sus deseso—. Pues tengo buenas nuevas —agregué intentando atraer su atención. 

Corey siguió sin apartar la vista del móvil, parecía que algo muy importante lo reclamaba.

Resoplé nuevamente y aburrido, Corey puso al fin la mirada en mí. Menos mal que más pronto de lo que pensaba iba a deshacerme también de él.

—¡Obtuve el puesto! —exclamé intentando que la emoción no me dominara.

—Pues qué bien, querida, sabemos que ese par de bien torneadas piernas pueden lograr lo que se propongan.

Intenté sonreír, y turbada, me levanté para ir al baño con el pretexto de asearme un poco.

Con las manos sobre el lavabo, me miré al espejo. Era muy hermosa e inteligente, pero Corey jamás me había dado la oportunidad de demostrárselo. Lo odiaba por eso, pero necesitaba su dinero… Y sus relaciones para poder llegar al lugar que merecía.

 —Tan solo otro poco. Resiste —me dije a mí misma mientras me lavaba las manos.

Me pinté de nuevo una sonrisa y salí, lista para enfrentar al mundo.

Mientras volvía a la mesa, pude observar que la camarera se había acercado, y mientras asentaba los platos, Corey pasó sin disimulo, la mano por sobre su trasero.

—Resiste, resiste —me repetí en voz baja una vez más.

Me acerqué a la mesa y mientras me sentaba, lo tomé por la barbilla para obligarlo a que se centrara en mí.

—Te amo, bebé —susurré.

La camarera, algo turbada y con el semblante apagado, se dio la media vuelta y se marchó.

Pensé en que, tal como muchas personas, la chica sólo había mirado la hermosa envoltura, pero no sabía que al abrir el regalo, la caja estaba vacía. Así era Corey, una gran caja llena de, nada.

Comíamos en silencio, cuando noté que había un poco de alboroto afuera.

—¿Qué demonios…? —farfullé en cuanto me percaté de que todos los comensales ya se habían acercado a la puerta y sus murmullos llenaban el restaurante.

Corey me miró y movió la cabeza negativamente. Ambos supimos que algo malo estaba pasando afuera, pero él no se movió un ápice de su lugar.

Moví un poco la parte superior de mi cuerpo, pero no podía ver a través de las ventanas porque la gente estaba aglutinada frente a ellas. Por puro instinto me puse también de pie. Y entonces sucedió, un insoportable ruido inundó el lugar y todos nos tiramos al piso, si aquello era un atentado terrorista nadie se salvaría. Desde el piso miré a Corey quien yacía muy quieto debajo de la mesa. Un par de segundos más tarde, lo observé moverse por el suelo, cual cobarde gusano, buscando la salida trasera. 

Con visible terror, una mujer que sostenía a un niño en brazos, abrió la puerta y salió corriendo al notar que no había habido otra explosión. Mirándonos unos a otros, como esperando una aprobación unánime, nos pusimos de pie y salimos corriendo. 

 No sabía de qué huíamos, pero me uní a la manada como si no hubiese un mañana y no volví la vista atrás.

Sin darme cuenta, recorrí la media cuadra que me separaba del edificio de PicCo y me vi frente a lo poco que quedaba de él.  El derrumbe había sido inminente y montones de escombros yacían en el suelo. Sin apenas visibilidad, porque el polvo no me dejaba ver, me abrí paso entre la gente. El ala oeste del gran edificio, milagrosamente, aún estaba en pie. Corrí hacia allí porque necesitaba recuperar mi archivo de presentación para la junta de la siguiente semana y no me podía permitir perder horas de trabajo. Un hermoso discurso, lleno de emociones y consejos, para triunfar en la vida. 

Algo muy pesado cayó sobre mí y después, todo se volvió negro. Me sumí en un sueño pesado y oscuro y no volví a saber de mí.

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