Solté las bayas en cuanto lo vi moverse.
“¡Oye, no te muevas todavía!” corrí hacia él, el corazón golpeando contra mis costillas mientras lo empujaba de nuevo contra el árbol. Mis manos se apoyaron en su pecho, sintiendo lo inestable que estaba. “¿Qué estás haciendo?”
Él inhaló con fuerza, rechinando los dientes. “Estoy bien.”
Eso era mentira. Lo sentí en el momento en que su peso se desplazó y su rodilla casi cedió. La ira se encendió, caliente y desesperada. “No, no lo estás,” le espeté, empujándolo hacia abajo con más fuerza. “Siéntate. ¡Ahora!”
Por un momento, pensé que lucharía conmigo. Sus hombros se tensaron, el orgullo gritando más fuerte que su cuerpo. Luego, cualquier fuerza que le quedaba se desvaneció. Cayó contra la corteza con una maldición silenciosa, la cabeza inclinada hacia atrás, la respiración irregular.
Exhalé, las manos temblando ahora que la adrenalina empezaba a desaparecer. Mis ojos bajaron a su camisa y ahí estaba. La sangre. Oscura. Extendida.
“Estás sangran