Ambos nos quedamos parados frente a la puerta de madera maciza, en el pequeño balcón de entrada. El silencio de la selva nos rodeaba, solo interrumpido por nuestra propia respiración.
—Bueno... —dijo Adrián. Noté su voz un poco nerviosa, o tal vez era cansancio—. Hay que entrar.
Sacó la tarjeta de madera y la puso sobre una mini pantalla negra discreta en la pared. La cerradura emitió un pitido electrónico suave, bip, indicando que el acceso estaba concedido, seguido del sonido mecánico del seguro abriéndose.
Adrián empujó la puerta y entró primero. Yo le seguí detrás, curiosa y tímida. Apenas entramos y dimos un paso dentro, la habitación cobró vida. Las luces se encendieron por sí solas en una secuencia suave, de adelante hacia atrás.
—¡Ah! —Solté un pequeño grito y di un salto, asustada por la repentina iluminación automática.
Adrián, en cambio, estaba tranquilo. Solo miraba todo el lugar con ojos críticos, analizando el entorno. Me quedé un segundo quieta, mirando todo a mi alrede