Moneda de cambio

Los días siguientes transcurrieron como en una bruma para Maya. Pasaba la mayor parte del tiempo sedada o pérdida en su propio mundo de dolor. Se negaba a comer, a hablar, a aceptar que su hijo estaba muerto. No había consuelo posible para una pérdida así.

Dianco no se apartó de su lado en ningún momento. Supervisaba personalmente sus cuidados, se aseguraba de que nada le faltara. Pero no había atisbo alguno de lástima o compasión en su rostro, sólo una fría determinación.

Poco a poco, la condición física de Maya fue mejorando. Las heridas de su cuerpo sanaban, aunque las de su alma seguían tan abiertas como el primer día. Ya sin la excusa de los fármacos, se sumió en un silencio denso y pesado, negándose a dirigir la palabra a nadie, ni siquiera a Dianco.

Finalmente, diez días después de dar a luz, los médicos firmaron su alta. Maya salió del hospital como una sombra de sí misma, pálida, demacrada y con una expresión ausente que daba escalofríos. Si Dianco esperaba un agradecimient
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